sábado, 6 de abril de 2013

"Esclavitud: La vida sin opciones"


(La historia de Mariana, residente de DAYA, como ella me la contó).

Escucho hablar de libertad y, según lo que yo he conocido, eso no existe ni ha existido en mi vida. Aunque, una mañana, creí que la decisión que tomaba en aquella azotea me haría libre pero. . .sólo fue el comienzo de una nueva esclavitud.
Desde que nací, y hasta los casi 10 años, nunca pude decidir ni siquiera lo que habría de comer pero, con tanta hambre, ¿acaso importa lo que te llega en el plato, una vez al día? 
Todo cambió cuando aquel hombre llegó y ocupó un lugar en casa, junto a mi madre. Entonces comencé a buscar la forma de hacerme invisible y huir de su presencia, sin tener problemas. Mi voz se volvió muda a oídos de mi madre y, ante ella, él se volvió dueño se la verdad.
No tenía caso intentar hablarle a mi madre de la persecución que vivía para librarme de las manos de aquel hombre. Así que me quedé atrapada en mi propia casa y esclava del miedo de que su lujuria me alcanzara. Pero, con una madre que siempre está trabajando y viviendo en una casa de dos cuartos, mi perseguidor me alcanzó y entonces supe que debía huir.
Con un cuerpo de 12 años, sólo pude atraer la atención de alguien tan joven como yo y, por un techo y la posibilidad de poner distancia entre mi abusador y yo, mudé mi destino al cuarto de un edificio abandonado, viejo y mal oliente.
Aunque me libré de la esclavitud del miedo a mi padrastro, una nueva persecución amaneció junto a mí: Los arranques violentos de mi compañero drogadicto de 15 años. Entonces, mezcladas con sus caricias nocturnas, aparecieron las golpizas que me dejaban abandonada por días en aquel cuarto húmedo y oscuro. ¿Cómo había caído en esa nueva prisión, aún más solitaria que la anterior?
No puedo decir que añoraba volver a casa, pues no había ahí nadie para protegerme y no lograba imaginar algún lugar para refugiarme. Mis opciones, al igual que el buen trato de mi pareja, comenzaron a agotarse y llegaron a su fin aquel día en que pensé que había encontrado la puerta a la libertad.
Tras muchos días de sobrevivir sola entre los muros del cuarto semivacío, lleno de enojo apareció mi compañero y dispuesto a repetir los golpes, aún antes de que mi cuerpo se recuperara de su última paliza. Fue entonces que decidí correr para librarme del dolor.
Corrí y trepé por las escaleras, con aquel muchacho furioso a mis espaldas. El miedo me hizo recorrer los cuatro pisos hasta la azotea en casi unos instantes y, no habiendo más escalones que escalar, me encontré con la barda, que apenas me llegaba a la cintura, como único obstáculo entre mi libertad y yo.
El viento a mis espaldas me trajo el sonido de los pasos presurosos de mi nuevo depredador y, casi como tomando mi mano, el soplo del aire me animó a escapar con él, asegurándome que el miedo que me había esclavizado no podría volver a alcanzarme.
Subí a la barda. El vacío profundo de cinco pisos atizó mis temores pero, al compararlo con el pánico que creció en mi corazón, al escuchar el golpe de los zapatos del golpeador acercándose, supe que librarme de vivir era mi mejor opción. Entonces. . . salté.
* * * * *
Las voces a mí alrededor se mezclaban con el zumbido en mi cabeza. Mis pies parecían dos rocas pesadas y no pude levantarlas. Intentaba despertar cuando un rostro frente a mí me alertó, como el retumbar de una campana de catedral junto a la oreja. ¡Era mi padrastro! ¿Cómo me había seguido hasta la muerte?
-Debías haber pensado en la criatura, escuincla. ¿Qué no pensaste en tu hijo al hacer tu babosada? – dijo, con su inconfundible hablar, arrastrando la lengua.
-Si yo no tengo hijos – respondí mientras alargaba la mano para tratar de tocar mi pierna. Descubrí que no eran rocas sino botas de yeso lo que las sujetaba. ¡El salto al vacío las habría quebrado!
-Pues sí que lo tienes y más vale que ahora pienses en él. Ya verás que te enderezas ahora que seas mamá.
¿Mamá? ¿Voy a ser mamá? ¡Si sólo tengo 13 años! ¿Y qué voy a hacer con un hijo sin papá?, pensé y no supe si todo el cuerpo me dolía por la caída o por escuchar que ahora, mi nueva prisión, se llamaría maternidad.

PREFACIO:
Después de volver a casa de su madre, Mariana dio a luz a su hija al cumplir los 13 años.  Durante los meses de su embarazo, vivió la duda sobre si la paternidad de su hija correspondía a su padrastro o a su compañero. Esa misma duda asaltó a su madre quien, por el celo contra su hija, la echó a la calle junto con la recién nacida.
Las calles fueron el hogar para Mariana y su pequeña hasta que, una amiga que las visitaba, le habló de la posibilidad de tener un hogar y protección para las dos. Tras meses de escuchar a aquella mujer (la trabajadora social de DAYA), que la quería convencer de que existía un futuro bueno esperándola, la niña madre decidió tomar el riesgo e ingresó a la casa DAR Y AMAR (DAYA).
Poco después, cuando se adaptó a la vida entre las otras niñas madres, volvió a la escuela y aprendió a cuidar de su pequeña. Ahí recibió ayuda psicológica y psiquiátrica, además de techo y sustento.
Algunas noches, las pesadillas la hacían despertar a media noche. Los asaltos de su padrastro, los golpes de su pareja, la caída al vacío, el dolor de sus pies y los recuerdos de su cuerpo gritando por el dolor, al sentir que un pequeño cuerpo se abría paso por sus entrañas de niña, aún la hacían temblar. ¿Recuerdos de la infancia? Pocos. Si acaso algunos juegos con sus hermanos y un plato de sopa caliente cada día.
Mariana dejó casa DAYA estando casi por cumplir los 17 años, con estudios de secundaria, un empleo y muchas de sus heridas sanadas.

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